Ser emigrante en el siglo XXI

Desde que tenemos conocimiento de nuestra especie humanidad, nos hemos desplazado por este planeta.

Se dice que la vida comenzó en África y de ahí -no se sabe muy bien por qué- el Homo sapiens comenzó a desplazarse.
  


Quizás este gran desplazamiento sea lo que pueda dar al hombre el calificativo de “sapiens”; quizás haya sido lo más sabio que haya hecho. Porque, sin ánimo de ser derrotista, en lo de sapiensno hemos sabido desarrollarnos, si pensamos que actualmente tenemos muchos signos que nos inducen a pensar que la especie puede desaparecer.

El desplazamiento parece ser una característica de la vida en nuestro planeta.


Los animales nos dan un buen ejemplo de ello, se mueven o bien para buscar pastos, o para buscar agua, o para buscar territorios en los que aparearse porque estos tengan buenas condiciones para la supervivencia de las crías.En algún momento, hemos podido ver esos maravillosos reportajes en los que vemos desplazarse, en África, a elefantes, cebras, jirafas.



¿Qué decir de las bellas y tan frágiles mariposas? Hasta ahora se pensaba solo en la mariposa Monarca, como gran viajera (viaja hasta 4000 kilómetros desde Canadá hasta los bosques de oyameles en México).                                      Pero recientes estudios han descubierto que la Vanessa cardui,

una especie de mariposa común -y que podemos encontrar en todas partes: jardines, parques, granjas, márgenes de las carreteras- a la hora de migrar para encontrar un ambiente más cálido, no solo se establece en el norte de África, tal y como se pensaba, sino que se ha comprobado que son capaces de recorrer 4000 kilómetros hasta asentarse en la sabana tropical africana. Durante unos días migran hasta donde su instinto les dice. Estas mariposas detectan el norte magnético, perciben la temperatura y la presión atmosférica, son capaces de seleccionar los vientos adecuados y pueden guiarse por el sol.

El ser humano alberga -tal vez como herencia de los primeros ancestros sapiens- la necesidad de moverse, de cambiar de lugar. Movido siempre por el instinto de mejorar las diferentes condiciones de vida: económicas, geográficas, climáticas… Y la historia humana está llena de grandes desplazamientos que dieron paso a nuevas culturas.
Los antropólogos estiman la tesis de que los primeros pobladores de América eran cazadores asiáticos que llegaron desde las tundras siberianas hace unos 15 000 años a través del estrecho de Bering, probablemente persiguiendo grandes mamíferos. Esto fue posible porque durante los periodos de glaciación, Siberia y Alaska formaban un solo territorio emergido por el que se podía pasar andando de un continente a otro. Por esas fechas, sucesivas partidas de pueblos con lenguas similares, agrupados bajo la denominación de “indoeuropeos”, empiezan a poblar Europa.


Durante el primer milenio a. de C., los griegos y fenicios navegaron por todo el Mediterráneo, creando asentamientos en el norte de África, Italia y España. Por esa época, el desarrollo de las primeras ciudades -polis- provocó también un movimiento migratorio del campo a la ciudad que luego, se ha dado en todas las civilizaciones.

Más próximo en el tiempo fue el movimiento que hubo hacia EE. UU. Se estima que entre 1800 y 1940 cruzaron el Atlántico 55 millones de europeos, de los que 35 se establecieron de modo definitivo.

Hoy los movimientos de personas han cambiado mucho. El proceso de globalización actual ha establecido una libre circulación de capitales y personas, y ha engrandecido la cantidad de población que desde países pobres se desplaza a las áreas más desarrolladas. Diferentes tipos de población son protagonistas de estos movimientos, desde personas muy cualificadas, a las que lo son menos, siendo ellas quienes cubren los puestos de trabajos considerados no gratos en el primer mundo (empleo doméstico, recolección de basura, construcción, servicios de gastronomía, etc.). Lo cual hace evidente el modelo social de castas que aún pervive en el muy tecnológico siglo XXI. No obstante los países ricos imponen crecientes restricciones a la inmigración de trabajadores no cualificados. Según necesidad así se abren las fronteras, esas lindes que el ser humano -al creerse propietario de la tierra- establece para marcar un territorio como propio donde pueda salvaguardar su bandera, su religión, su lengua, su pensamiento… Unas lindes, dentro de las cuales, lo diferente es sacrílego.

El artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, establece que:




*Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado.
*Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país.

 

Sin embargo, este artículo no incluye ni ampara el derecho de cualquier persona a entrar libremente en otro país que no sea el suyo, es decir, que no se reconoce ni el derecho de entrada ni el derecho a la inmigración individual ni colectiva.
Asistimos en estos tiempos a los desplazamientos masivos de personas en circunstancias extremas, movidos por la guerra y la hambruna; y Occidente, que mucho tiene que ver con esos conflictos, regula, establece, limita estos desplazamientos.
Vivimos en un mundo cada vez más controlado, más domesticado y más programado. Los derechos a la libertad -por los que tanto se ha luchado y por los que tanta sangre se ha derramado- parecen quedar en la sombra ante el talismán del siglo, la seguridad, sin darnos cuenta de que lo que para unos es defensa de su seguridad (como si los inmigrantes fueran vampiros), para otros es la puerta cerrada a una esperanza de vida.

En medio de ello, las mujeres y los niños -por supuesto- se llevan la peor parte: abusos sexuales, desaparición de niños…
Si se hubiera pensado así a principios del siglo XX, ¿sería EE. UU. lo que es ahora?
Sinceramente creemos que asistimos una vez más a un genocidio, eso sí, silencioso y “bien llevado”. No es de extrañar, pues en genocidios ya tiene la humanidad buena experiencia y al final se hacen genocidios de guante blanco: el hambre, el frío, la guerra, la desadaptación… Entre todos los mataron y ellos solitos se murieron.
Según un informe del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), casi 60 millones de personas se han visto forzadas a abandonar sus hogares y convertirse en desplazados internos o refugiados por guerras, conflictos o persecución. Es la cifra más alta registrada.
La pregunta no es ya cómo resolver la situación -lo cual no es nada fácil- sino más bien indagar en cómo hemos llegado a generar unas sociedades basadas en un mero criterio económico, que nos convierte en feroces lobos defensores de su espacio.

En definitiva, nuestro hábitat -global e individual- no es sino un campo de batalla -aunque algunos sean incluso glamurosos- que tiene por marco la intolerancia, la ley del más fuerte, el menosprecio y el premio y castigo como forma de relacionarnos.

Y esto es el pan nuestro de cada día, no solamente en las fronteras, vallas, verjas, muros…, sino en nuestro barrio, en nuestra oficina, en nuestra calle, en nuestra casa.La toma de consciencia de ello puede acercarnos a un pensamiento más femenino, el cual facilite que las relaciones personales sean más cálidas, más flexibles, más interesadas en aprender de lo ajeno, un pensamiento en el que el “otro” no sea “algo”, y eso ya es mucho.

Solamente desde un pensamiento de tales características creemos que pueden surgir no solo soluciones reales y de futuro, sino un cambio de paradigmas cuya necesidad resulta ya acuciante.

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