Ser madre

El día de la madre es una festividad celebrada en distintos días del año en todo el mundo.





Ya los antiguos griegos celebraban este día coincidiendo con la festividad de la Diosa Rea, madre de Zeus, pero no fue hasta principios del siglo XX cuando se institucionalizó de manera internacional a lo largo de todos los países del mundo.





Quizás, la madre es la figura más importante en la vida de todo ser humano. Aunque no hayamos tenido una madre biológica que nos haya criado, seguramente ha habido alguna mujer en nuestra vida que nos haya aportado lo que normalmente nos aporta una madre: amor, referencia, seguridad y apoyo incondicional.


No existe una escuela que nos enseñe a ser madres; cada una va a aprendiendo por el camino y, aunque nos llenan de consejos sobre cómo hacerlo, lo cierto es que lo que le vale a una, quizás no le valga a la otra.


Las personas que ya han sido madres nos aportan toda su experiencia en torno a cómo hay que hacerlo, y esto se agradece, pero resulta que todos los niños son diferentes, y lo que sirve para uno, quizás no sirva para el otro. Esto lo podemos comprobar cuando tenemos más de un hijo.

Cuando se es madre, constantemente nos estamos replanteando nuestro hacer como tal, pensando que tal vez no lo estemos haciendo bien, que pudimos haberlo hecho mejor en determinada situación, y comúnmente se nos escucha decir: “No soy tan buena madre”. Y es que la responsabilidad de criar a otro ser con ideas y sentimientos propios, a veces nos queda grande.

Y nos viene grande sencillamente porque queremos meter a nuestros hijos dentro de un saco de patrones de comportamiento, dentro de unas reglas establecidas de “la buena educación”, dentro de una “normalidad” que es asfixiante, y que no permite una evolución adecuada del ser.


Si nuestra manera de educar está basada en comportamientos culturales, en lo que el niño debe y no debe hacer respondiendo a la sociedad, definitivamente no estamos siendo buenas madres. Y no decimos que los niños no deban tener un comportamiento apropiado para relacionarse con su entorno, pero debemos estar alerta en los valores que les inculcamos.

La manera que tiene esta sociedad de dominarnos y controlarnos está basada en meternos a todos en un patrón de comportamiento: todos tenemos que ser iguales; a todos nos tiene que hacer felices lo que dice la sociedad que es la felicidad; nos tiene que enojar lo que nos dicen que nos tiene que enojar… ¿Pero es que no nos damos cuenta de que todos somos diferentes?




Como madres, es nuestro deber ver esas diferencias en nuestros hijos y aportarles todos los elementos para que se puedan desarrollar en sus gustos y creatividades particulares. Esto sí es ser una buena madre.

Pero es que la sociedad también nos dice lo que es ser una buena madre, y dependiendo de lo que necesite el poder en ese momento, nos van a exigir un modelo de niños, u otro. Y nosotras seguimos aportándole a esta sociedad lo que necesita, en detrimento del desarrollo y la felicidad de nuestros hijos.

Les exigimos a nuestros hijos que sean hombres y mujeres de bien, doctores, ingenieros, abogadas, amas de casa… y si el niño quiere ser limpiabotas, por ejemplo, ponemos el grito en el cielo.


¿Es que acaso no nos importan los gustos y preferencias de esos seres a los que decimos amar incondicionalmente?

¿No nos valen las cifras escalofriantes de enfermedades mentales y depresiones en niños y adolescentes?

¿No será el momento de replantearnos nuestro hacer como madres?

Y tal vez sería bueno, como primer paso para lograr una educación liberadora, desatarnos de los nudos sociales que no nos dejan actuar como nos gustaría. Vamos a olvidarnos, de una vez, de “el qué dirán”, de esa vergüenza que nos da cuando nuestro hijo hace algo socialmente inaceptable: si “dicen”, pues que digan. ¿Prefiero hacer feliz a la gente o a mi hijo? No deberíamos dudar de la respuesta.



Nuestros hijos necesitan sobre todo nuestro amor; saber que, hagan lo que hagan, tendrán nuestro amor. El que pasemos más o menos tiempo con ellos no debería influir en este sentimiento; el amor “es y está”, pasemos 5 minutos con ellos o 10 horas.



Todos los seres humanos nacemos con una vocación, a veces clara, a veces no. Es nuestro deber como madres saber respetarla, fomentarla y poner todo al alcance de nuestros hijos para que puedan desarrollarla. Básicamente esa es la función de una madre: darles los elementos necesarios para que puedan desarrollar su vocación. Y después dejarlos ir a ejercerla.



Nosotras quizás hemos olvidado cuál era nuestra vocación, pero nuestros hijos están aquí para ayudarnos a recordar que un día tuvimos sueños; aprovechemos lo que tienen que enseñarnos ellos, más que tratar de manipularlos en un sentido que no les corresponde.



Nos liberaremos dejándoles libres a ellos…





Inspiracion femenina, Escuela Neijing

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